Bajo el embrujo de un fenómeno

Verlo jugar da placer. Y no sólo por la elegancia que tiene para sacarse un rival de encima o por la extraordinaria precisión de sus botines a la hora de meter habilitaciones de 40 metros.

Juan Sebastián Verón es un regalo para la vista cuando remata al arco, cuando con la mirada le marca a un compañero el destino que tendrá la pelota.

Verón embruja al espectador cuando a los 80 minutos de juego sigue metiendo en la cancha como si fuera un novato desesperado por demostrar sus condiciones deportivas. Cuando roba una pelota en la puerta de su área y cinco minutos más tarde está definiendo la jugada en el área rival.

Cuando pega cuatro gritos y deja bien en claro que adentro de la cancha no hay nadie, pero nadie, que se lo lleve por delante.

Verón tiene bien ganado el premio de mejor jugador de América. Ninguno más completo que él. Ninguno tan sólido, tan efectivo, tan rendidor para el equipo.

Si hubo partidos de Estudiantes de La Plata que los hizo ganar con su sola presencia en la cancha. Si hubo tardes o noches de fútbol que a la gente le dieron ganas de salir del estadio, pagar de nuevo la entrada y regresar a verlo, para demostrarle que habían abonado demasiado poco para lo que estaban recibiendo.

Los periodistas hicieron justicia. Y yo soy uno más de los que está embrujado por este fenómeno.