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EL ANÁLISIS por Edward Piñón
Para quienes respiramos fútbol, para todos aquellos que forjamos las grandes amistades gracias a una pelota, no hay nada como ser testigos de un gran duelo. Para los que amamos pegarnos a un televisor casi todo el fin de semana para ver la Liga inglesa, la española, la argentina, no hay fiesta superior a la de un choque de eternos rivales. Para los que creemos que no hay nada más fabuloso que un remate al ángulo o una moña en una baldosa, un cotejo clásico es lo máximo.
Y nada, pero nada del planeta iguala a la fiesta que se vive por culpa de dos de las camisetas más gloriosas del mundo.
Nacional y Peñarol, Peñarol y Nacional, parten al país en mitades. Generan una ilusión increíble, una pasión desbordante que arrastra al mundo del frenesí hasta aquellos catedráticos más acartonados. No hay corbata ni traje que se resista al endiablado embrujo que provoca ver a la camiseta que se ama entrando al campo de juego para disputar otra contienda histórica.
Por todo ello, por los valores que la sociedad uruguaya no debió perder jamás, ojalá que la lucha del domingo sea sólo deportiva. Que unos y otros entiendan que el del enfrente es un simple rival no un enemigo. Es la mejor manera de disfrutar un clásico.
Ovación digital
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