En diálogo con Dios

JORGE ABBONDANZA

Por encima de su condición de Estado laico, el Uruguay ha convivido durante el último siglo con múltiples manifestaciones religiosas de enorme alcance social, desde el Congreso Eucarístico en los años 30 hasta las visitas del Papa en los 80, sin olvidar la afluencia masiva a las grandes procesiones callejeras o a la liturgia dominical. Y aunque estuvo gobernado durante décadas por un partido político anticlerical, el país mantuvo una visible presencia de la Iglesia Católica a través de la actividad del clero en instituciones de carácter conventual, educativo, social, artístico y sanitario, como reflejo del apego mayoritario de su población y de una raíz histórica que ha representado uno de los componentes mayores del perfil cultural y del ámbito espiritual uruguayo. Ese aporte fue decisivo para la continuidad de un proceso de desarrollo nacional, sin olvidar la convivencia con otras fuentes religiosas (la protestante, la judía) que son inseparables de la evolución de esta comunidad, de la antigua herencia de sus colectividades y del clima de tolerancia que se ha compartido hasta hoy.

A pesar -o a causa- de las transformaciones derivadas del Concilio Vaticano II, y a medida que se afianzaban los rasgos del materialismo contemporáneo (con su fiebre de consumo, su culto a la riqueza y su atmósfera de trivialidad favorecedora del ateísmo) el arraigo popular de la Iglesia fue debilitándose a escala nacional, algo palpable en la declinante capacidad de convocatoria de los ritos. Ese hecho ha sido acentuado por el precario impulso evangelizador, su pérdida de dinamismo, la desactualización de sus estrategias y el desgaste de un discurso rutinario desde el púlpito. Y como en los hábitos sociales nunca se producen vacíos -el sitio de las fuerzas que se retraen es ocupado por las que avanzan- los espacios abandonados por la Iglesia son invadidos gradualmente por nuevas formas de proselitismo religioso.

Entre ellos figura el sincretismo de origen afro-brasileño con su galería de divinidades, pero aparecen asimismo varias sectas (de procedencia igualmente brasileña) que se han instalado en salas de cine desactivadas y están a punto de sumar el Plaza a ese circuito, mientras en el Cordón, sobre la avenida 18 de Julio, se construye la vastísima sede de una de ellas, con lugar de culto y estudios para radio y televisión, entre otras dependencias. El oportunismo, entendido como aprovechamiento de una circunstancia para obtener beneficios, está ayudado en el caso por la astucia con que esas organizaciones apelan a niveles elementales de seducción popular y a vigorosos métodos de captación, amparadas en la libertad de cultos que garantiza la Constitución, pero respaldadas también por la rendidora simpleza de su prédica y los atractivos de sus planes de campaña, que abarcan desde trances colectivos hasta festividades playeras y discursos inflamados.

La infiltración de esas corrientes opera desde las capas más modestas de la sociedad, donde la disponibilidad del ánimo está en relación directa a una escasa formación intelectual, pero de cualquier manera su expansión es cada día más notable. Prosperan mediante la atracción de una masa de devotos, margen de maniobra al que se añaden la exoneración impositiva y la indiferencia del resto de la población. En todo caso, hay que prepararse para los cambios que sufrirán la identidad y la cultura de un pueblo ante esos nuevos abordajes de lo sobrenatural.