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Una peligrosa travesía en el desiertoApenas la frontera iraquí fue abandonada por el Ejército de Saddam Hussein, los periodistas ingresaron desde Ruwaished, en Jordania, rumbo a Bagdad sin saber que la ruta más corta es todavía la más peligrosa Por Patricia
Castro Obando Kerbala. La historia no ha terminado, más bien empieza en Iraq. Con la caída del régimen, la frontera jordano-iraquí se ha convertido en una puerta corrediza. Aparentemente cerrada, se abre ante los que se acercan con el firme propósito de cruzarla. Después, extrañamente vuelve a cerrarse. La mañana del jueves, periodistas de diversas partes del mundo, amotinados en la frontera de Karama, decidimos ingresar a Iraq, pese a las advertencias del Gobierno Jordano. Trabajamos para medios diferentes, procedemos de diversas culturas, hablamos varios idiomas, pero tenemos el mismo plan: contar las historias de un pueblo que ha sufrido una guerra.
El primer convoy que ingresó a Iraq dio la señal al siguiente grupo. Las autoridades jordanas demoraron la partida argumentando que Bagdad fue tomada, pero que la guerra aún no ha terminado. Cada periodista firmó una declaración personal: nombre, compañía, firma y a quién avisar por si algo sucedía. Este documento exime de toda responsabilidad al Gobierno de Jordania. Tras el sello estampado, no había marcha atrás. El segundo grupo partió con retraso, cuando oscurecía. Después de cuatro horas, los que volvieron a la frontera contaron que les habían disparado en cierta parte del camino a Bagdad. No pudieron identificar quiénes los atacaron. Algunos consideraron que era mejor esperar unos días más antes de proseguir. "¿Tienes miedo de ir?", me preguntó Azhar Massod, el jefe del equipo. "Tengo miedo de no ir", le respondí al famoso periodista de la televisión pakistaní, quien ha entrevistado a los líderes muyaidines. "Partimos mañana temprano", dijo. Pero descubrí
que temprano para él es nueve de la mañana. No pude convencerlo
de seguir a la camioneta de Al Yazira, que partió a las cinco de
la mañana. Cerca de las 10 a.m. cruzamos la frontera Karama, en
Jordania, con algunos contratiempos que la experiencia de Azhar Massod
y nuestras billeteras resolvieron con prontitud. Siempre nos daban los
mismos consejos: La extensa autopista partía el desierto en dos. En algunos tramos, el régimen de Saddam había colocado sombrillas y banquitos para hacer un alto en el viaje. La guerra puso al lado vehículos militares destruidos, algunos carros volteados y hasta un autobús quemado. Uno de los puentes tenía tantos agujeros que era posible ver el abismo a través de sus vigas. Las tropas estadounidenses desfilaban en la ruta de vuelta. Rutba fue el segundo poblado que atravesamos. El primero, que parecía un pueblo fantasma, lo pasamos de largo, pero en Rutba un militar estadounidense que sacó la cabeza de un tanque preguntó si íbamos a Bagdad. Explicó que no era conveniente atravesar Ramadi, el siguiente poblado en la ruta antes de la capital, porque todavía las fuerzas de la coalición no tenían el control total y en la noche aún se libraban batallas. Con un mapa propuso un desvío hacia la ciudad de Kerbala, situada al suroeste de Bagdad. Antes de
partir, mister Chuqui llenó el tanque con apenas dos dinares jordanos,
que no equivalen ni a tres dólares. Aquí abunda el petróleo
en cada esquina, pero el agua es oro. Decidimos compartir el agua que
llevamos con un par de niños. Primero eran dos, y después
aparecieron muchos mientras repartíamos vasitos descartables. El
camarógrafo Nasir Riaz recordaba que nos dirigíamos al famoso
pueblo de Kerbala. Los musulmanes cuentan que es tierra de jihadies, que
murieron de sed por defender el Islam. Camino a Kerbala la noche caía,
y yo saboreaba el último vasito con agua. Juro que nunca la sentí
tan buena. |
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