Viaje
por la ruta de la devastación
Por Elisabetta
Piqué
Enviada especial
BAGDAD.- Nunca hubiera imaginado que pasaría mi primera noche en
Bagdad debajo del puente de una autopista, durmiendo en el auto, estacionado
al lado de decenas de blindados Bradley, tanques y acorazados 113 con
los motores encendidos y llenos de marines con los pelos de punta, porque
aquí los combates no cesan.
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Después de un viaje de casi diez horas desde el sur de Irak llegamos
a esta capital cuando estaba por hacerse de noche y decidimos no aventurarnos
a oscuras, en medio del descontrol, a buscar un alojamiento en el centro.
Al ver grupos de tanques debajo de una autopista devastada por bombardeos,
con el asfalto agujereado, los guard-rails retorcidos, carcazas de vehículos
por todos lados, le pedimos al capitán Ronald Johnson, del III
Batallón de Infantería, si podíamos acampar en ese
lugar polvoriento. Contestó que sí, aunque no muy convencido:
"Me veo obligado a decirles que aquí cerca hay un bolsón
de resistencia y que anoche dispararon contra nosotros cohetes RPG".
Tenía razón; menos de una hora después, desde debajo
del puente presenciábamos un choque de fuego a sólo tres
kilómetros de nuestra posición.
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Es que la guerra no ha terminado en Bagdad. La resistencia continúa
y no sólo se nota escuchando ráfagas y explosiones, sino
también viendo el nerviosismo de las tropas norteamericanas y escuchando
sus comentarios. En uno de los primeros check points, al ingresar en la
capital, a la pregunta de "¿cómo es la situación?",
la soldado Brenda Barcon, de South Carolina, contestó: "Sólo
quiero irme a mi casa".
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El viaje hasta aquí ha sido muy largo. Aunque se trata de un recorrido
de unos 600 kilómetros desde el puerto de Umm Qasr, tardamos diez
horas. El viaje también ha sido bastante surrealista, la mayor
parte del tiempo en rutas y autopistas fantasma, sin gente ni vehículos
civiles, cortadas de vez en cuando por bellísimas caravanas de
camellos acompañadas por beduinos.
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La salida desde Umm Qasr es a las 7.15. El convoy está formado
por cuatro vehículos. Con nosotros viajan dos fotógrafos
italianos y Ahmed, un intérprete cuyo único equipaje es
un palo de madera, su arma. En los otros tres autos viajan un periodista
de la radio sueca, un australiano, dos norteamericanos y otra mujer, que
se llama Elizabeth, del Baltimore Sun.
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Hay tensión en el viaje. Todos somos conscientes de los riesgos:
acaba de caer un régimen y los derrotados huyen. En un país
hundido en la miseria, por otra parte, los periodistas extranjeros se
convierten en virtuales "walking dollars", blancos perfectos
de asaltos a mano armada. En este clima, hasta un grupo de camellos visto
desde lejos puede parecer fedayines listos para una emboscada. A lo largo
de la ruta hay muchos militares de la coalición. Tanto para variar,
cuando preguntamos información tan básica como "dónde
estamos", nadie sabe absolutamente nada, pero los marines son gentiles.
En un check point cerca de Nasiriya, hasta vemos la escena de un iraquí
con túnica que se acerca a un marine para regalarle un kefia y
un típico rosario árabe.
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"Lo que pasa es que anoche se acercó un camión, nosotros
nos asustamos porque creíamos que era un coche bomba y en cambio
eran campesinos que nos traían a un chico que se había quemado
con agua hirviente, y lo socorrimos", cuenta Jeff, un marine lleno
de tatuajes oriundo de Alaska que lamenta: "Me muero de calor".
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La temperatura no es sofocante mientras recorremos el desierto. Hay una
tormenta de arena, remolinos impresionantes, y en un momento hasta caen
unas gotas de lluvia. A medida que nos vamos acercando a Bagdad el paisaje
se torna un poco más verde.
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Psicosis
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A raíz de la psicosis de atentados suicidas por parte de grupos
de combatientes árabes leales a la causa de Saddam, paramilitares
sueltos, o fedayines, cada vez que pasamos frente a un inmenso campamento
militar aliado tenemos que esperar que dos medios militares nos escolten.
En el trayecto se ven señales de combates, algunos puentes rotos,
uno que otro tanque o camión convertido en carcaza, pero nada tremendo.
En el cielo de vez en cuando aparecen helicópteros de combate Apache.
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La presencia norteamericana es constante hasta que llegamos a Hilla, la
legendaria Babilonia. Luego, la nada, hasta llegar a Bagdad, por una autopista
plagada de tanques iraquíes despedazados por las bombas, trincheras,
bolsas de arena, vidrios, municiones, restos de vehículos dados
vuelta.
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En las puertas de esta ciudad el tránsito se intensifica. Cientos
de civiles parecen estar huyendo con camionetas destartaladas, con muebles
y colchones en sus cajas, aunque no se entiende bien si en verdad son
ladrones que acaban de hacerse de su botín. En medio de columnas
de humo negro que hablan de combates frescos y oleoductos quemándose,
se repiten las escenas vistas en Basora. Gente con carritos que saquea
todo lo que haya a mano, garrafas, muebles, ventiladores, gente vivando
pero sin demasiada convicción a los extranjeros, y tiendas cerradas,
desolación, humo y los omnipresentes retratos gigantescos de Saddam,
arrancados de cuajo.
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"No es nuestra misión detener los saqueos", afirma el
sargento Willie Grant, que admite que las fuerzas norteamericanas no tienen
el control total de Bagdad. "Todavía hay pequeños grupos
de guerrilla." Este hombre de raza negra, oriundo de Georgia, ya
peleó en Irak en 1991. ¿La diferencia con esta guerra?,
le preguntamos. "Esta vez hay mucha más resistencia",
dice.
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