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El Obstinado Rigor

JUAN FLÓ

FUI MUY amigo de Guillermo Fernández durante seis décadas pero no quiero hablar desde la memoria y la emoción. Quiero hablar de su obra pero no puedo hacerlo como si no lo hubiera conocido, porque haberlo conocido íntimamente fue, en gran medida, lo que me permitió comprender desde qué peculiar actitud es que esa obra fue producida.

Tengo dos lejanos recuerdos que me proporcionaron una primera clave para entender su actitud ante el arte. El primer recuerdo es el del asombro deslumbrado que me produjo la endiablada destreza para el dibujo que tenía ese muchacho, apenas mayor que yo, que acababa de conocer. El segundo, unos tres años más tarde, es el de una visita de Guillermo para anunciarme enfáticamente que había decidido espaciar (o evitar) las reuniones conmigo y con otros amigos -en particular Tucho Methol y César Mario Fernández que nos encontrábamos con él casi a diario- porque la alegre facilidad con la que opinábamos y polemizábamos, como si "hiciéramos malabarismo con las ideas" lo perturbaba profundamente ya que, me decía, bajando lentamente de modo vertical un lápiz imaginario, a él, en cambio, "hacer una sola rayita colocada con justeza" le costaba un inmenso esfuerzo.

En aquel momento pensé que su contacto con Torres García, y su vínculo como discípulo y amigo de algunos de los más notorios integrantes del TTG, del que luego fue maestro, le había producido algo así como un acceso de ascetismo, y que estaba castigando sus dotes naturales como si a los dones fuera necesario expiarlos.

Pero yo estaba equivocado. La actitud que se manifestó en aquel momento no tenía nada que ver con una adhesión de catecúmeno a su nueva iglesia. Más bien esa actitud era resultado de una convicción profunda, que sin duda provenía del magisterio de Torres y que también incorporaron sus discípulos, pero que Guillermo asumió en su sustancia, y con tal libertad que pudo en pocos años distanciarse tanto de la utopía torresgarciana que pretendía volver el arte a su pasado arcaico en el que se expresaba la creencia en un orden universal, cuanto del propio lenguaje pictórico del maestro, cuya obra admiró sin límites pero de la que no quedó prisionero. La convicción profunda que heredó del maestro, la que irrumpió obligándolo a sofocar su destreza natural, es que el arte no es una expresión de talento, no es la búsqueda de novedades interesantes, ni es un mero solaz sensible. Que tiene un sentido más profundo y que ese sentido se revela en una historia de experiencia, y de acumulación de sabiduría. Y esta convicción hizo que, paradójicamente, al aplicarla a la pintura que parte del Renacimiento -esa gran pintura que Torres amó y rechazó simultánea y sucesivamente y en la que algunas muy escasas veces admitió que también tenía estructura-, le permitió realizar una investigación acerca de otros modos de construir que aquéllos que el maestro Torres y su taller habían utilizado.

En una exposición memorable del año 66, Guillermo mostró un conjunto de pinturas abstractas que, aparentemente, poco tenían que ver con el constructivismo pero que lo continuaban en algo esencial aunque quizá invisible para muchos: una controlada, obstinada, construcción. Artista extraordinariamente reflexivo, receptor afinadísimo de las obras de arte de los más diversas épocas y estilos, lector lento y analítico de la narrativa y la poesía acerca de las cuales sus comentarios siempre eran reveladores, en todas esas situaciones el rasgo común y notable era su perspicacia para descubrir el sistema de relaciones significantes, es decir la estructura, la construcción. Su enseñanza en gran medida consistió en entrenar el ojo y la inteligencia del alumno para que pudiera reconocer y producir esas relaciones significantes. Porque si bien se empeñó en la persecución de esos saberes en beneficio de su propia obra, creo que en gran medida sintió el placer de compartirlos como herramientas preciosas y el de articular a partir de ellos la formación de sus alumnos. Guillermo estudió con ahínco las obras del barroco italiano y en particular los dibujos y pinturas de Tiépolo y recuperó -o quizá reconstruyó de manera original- muchos de esos saberes que no fueron trasmitidos por los tratadistas antiguos ni descritos por los nuevos historiadores del arte. De esa sabiduría que aplicó sistemáticamente provienen sus figuraciones complejas, elaboradísimas, y de una extraña capacidad de retratar personajes con medios gráficos y pictóricos de una marcada abstracción.

No puedo menos de evocar ahora aquellos hábiles dibujos de su adolescencia fruto de sus capacidades naturales y admirar la valentía con la cual se entregó con "obstinado rigor" a seguir el camino más arduo, más exigente y más creativo. En medio de la situación crítica que viven las artes visuales, tan lejanas del heroísmo, creo que el ejemplo de Guillermo Fernández es una forma poderosa de magisterio que lo sobrevive y que nos resulta imprescindible atender.

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