Los Descubrimientos
FERMÍN HONTOU
GUILLERMO Fernández fue mi maestro entre 1979
y 1982, aunque en realidad deba extender la fecha final
hasta poco antes del fatal accidente automovilístico
que terminó con su vida y la de su mujer, Marta
Rolfo.
Cuando lo conocí, a través del pintor
Pepe Montes, que era mi primer maestro por mediados
de la década del 70, me deslumbró su capacidad
de dibujante y su discurso teórico claro y al
mismo tiempo profundo.
Concurrí a su taller luego de haber estado cinco
años junto a Pepe Montes y dos años más
con Julio Alpuy.
Había leído casi todo lo escrito por
Joaquín Torres García, así que
era un torresgarciano fanático. Por esa época
ya hacía dos años que trabajaba en una
agencia de publicidad como forma de sobrevivir, pero
odiaba ese trabajo y si bien aprendía cosas,
estaba decepcionado de ser un dibujante publicitario
y no un pintor; un artista, al fin.
Con Guillermo aprendí varias cosas pero sobre
todo aprendí a relativizar (sin negar) las lecciones
y opiniones de Torres García y a conocer otras
fuentes de inspiración y aprendizaje; desde los
ejemplos compositivos de la Bauhaus hasta la forma de
componer del Barroco. También me mostró,
sin decírmelo abiertamente, que no era tan malo
ni horrible ser un dibujante publicitario; que también
allí había cosas que aprender y me hizo
sentir menos defraudado con mi medio de ganarme la vida.
Creo que su manera de enseñar era muy sutil;
había sí ejercicios concretos, como armar
estructuras con recursos gráficos diversos, bocetos
abstractos donde ordenar ritmos lineales y la búsqueda
constante de trazos y acentos diferentes a los que recurrir.
A veces hacíamos collage con fragmentos de fotografías,
siempre tratando de abstraer y ordenar con un criterio
abierto y creativo. Estos ejercicios se prolongaban
a lo largo de la clase, pero también eran parte
de tareas para hacer en la casa o el taller propio.
Uno volvía a la clase siguiente con ejercicios
para revisar con Guillermo, que casi siempre era bastante
indulgente en la corrección o el análisis
de los bocetos que uno encaraba en solitario. Esto no
quiere decir que no hiciese observaciones y múltiples
comentarios.
Esa forma particular de enseñar a componer y
diseñar, casi de una manera musical, hacía
posible que las lecciones de Guillermo sirvieran tanto
para realizar un dibujo, como para pintar un cuadro
o encuadrar y componer una fotografía o para
pensar el espacio arquitectónico de una construcción.
En mi caso personal, que ya venía de siete años
de estudio con maestros torresgarcianos, me ayudó
fundamentalmente a volver a valorizar mi vocación
primera, que existía desde la niñez, de
dibujar caricaturas e historietas.
Sin que Guillermo me dijera nada directamente, sólo
mostrándome ejemplos de los dibujantes rioplatenses
de principios del siglo XX, me hizo recobrar el gusto
por el dibujo caricaturesco (que allí descubrí
que él también practicaba).
Fue un momento clave en mi vida cuando, después
de meses de trabajar en la adaptación para historieta
del cuento "Rodríguez" de Paco Espínola,
le mostré a Guillermo los bocetos de la historieta
y él se mostró muy entusiasmado con los
dibujos. Revisaba las viñetas encontrando hallazgos
gráficos y calidades plásticas en los
bocetos. Un verdadero "baño de autoestima".
En alguna medida, sin que se lo propusiera expresamente,
Guillermo encauzó mi profesión y me hizo
reconciliar con mi pasado gusto infantil por el dibujo
de prensa.
Fue un maestro cabal y un artista de excepción
que disfrutaba enseñando y que siempre estaba
abierto a considerar los múltiples caminos de
sus centenares de discípulos. Perdimos un maestro
y también un padre.
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