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HUGO BUREL
En un reciente viaje que hice vi en el free shop de un aeropuerto algo que me maravilló y a la vez inquietó: un kit para convertir un iphone en un teléfono sumergible. A un costo de 87 dólares la funda blinda por completo el artefacto para hacerlo impermeable. Imaginé un hombre rana hablando por celular pero enseguida comprendí que el sentido del accesorio era, simplemente, proteger al aparato del agua. Había más posibilidades: otro accesorio permitía preservar al objeto más importante de estos tiempos de las actividades de riesgo, como el trabajo en minas o los peligros del spinning. Para estos casos, el adminículo es una carcasa liviana y a la vez resistente, hecha de un material oscuro parecido a la goma. En la misma tienda también vi los nuevos modelos de smartphones que son un cruce de tablet con celular, con tamaños insensatos que ya no caben en un bolsillo.
Cuando salí de allí, un inevitable reflejo nostálgico me hizo evocar épocas en las que un teléfono era solo un teléfono. Y no me refiero a un celular, sino a los simples aparatos de disco apoyados sobre mesitas, mesas de luz, repisas o colgados de la pared. Aquellos con tubo y fabricados en plástico. O los anteriores, de bakelita negra. Muchos de los que me leen, pensarán que me he escapado de un museo o que estoy emulando a Enrique el Antiguo, aquel personaje genial que componía Guillermo Francella. Lo que quiero decir es, simplemente, que el hecho de estar conectado todo el día a un celular ha condicionado al ser humano y lo ha mutado hasta convertirlo en una criatura celu-dependiente.
Como ya se comentó domingos atrás en esta revista, más allá de los beneficios técnicos que ofrece y sus múltiples usos -desde hacer una simple llamada, disponer de un GPS o leer el Quijote en la pantalla- bajo un punto de vista existencial, la telefonía celular ha creado una especie de monstruo que de manera inexorable se pega a nosotros de la mañana a la noche. La imagen más clara que se me ocurre es la de una bola de hierro unida por una cadena a nuestra muñeca. Somos unos prisioneros que avanzan por la vida arrastrando un ingenio sofisticado y perverso.
Por supuesto que los beneficios que ofrece son tantos que hoy es difícil imaginar la vida sin celular. Y es claro también que, desde el 11 de setiembre de 2001, el registro de las últimas palabras de decenas de personas atrapadas en los aviones suicidas o las torres en llamas, transformó al celular en el testigo más importante de nuestro tiempo, capaz de registrar en imagen y sonido todo lo que sucede, desde lo más banal a lo más trágico. Y es por esa relevancia, no solo tecnológica, que el bendito celular ha establecido un nuevo parámetro para la desnudez. Si uno se olvida del celular al salir de su casa, se siente desnudo, vulnerable, incompleto, además de culpable e incomunicado. De la misma manera, cuando lo llevamos encima y se le agota la batería parece que cargáramos un cadáver.
Hoy en nuestro país, la extensión del uso de celulares supera a la telefonía fija y es quizá el objeto más democrático que existe, porque los precios de la conexión y el pago en cuotas de los aparatos permite que prácticamente cualquier persona cuente con el servicio. Las redes sociales funcionan gracias al celular y las convocatorias masivas hoy pueden impulsarse en tiempo récord porque el celular multiplica exponencialmente las posibilidades de la comunicación. No tengo dudas que el uso de Twitter será un factor decisivo en la próxima campaña política.
La mutación celular, no la biológica sino la técnica, se ha instalado como un atributo de la civilización y lo que nos espera es una evolución cuyos límites se expanden todos los días. Personas interconectadas en todo momento y en todo lugar pero dependientes extremas de esa condición son el resultado inevitable de esa mutación.
Aquella célebre reflexión de Ortega y Gasset sobre el hombre y sus circunstancias puede ser remedada por esta: "el hombre y su celular", y para los que defienden la distinción por géneros agregamos: "la mujer y el suyo".