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LA BITÁCORA
Como había un tema urticante sobre el cual Ronald Reagan no quería dar explicaciones, sus colaboradores urdieron un plan. Invitaron a la conferencia de prensa más periodistas que lo habitual, justificando en la cantidad el límite de una pregunta por cada corresponsal. Cuando alguno le planteara el tema que pretendía evitar, el presidente respondería con evasivas y el interrogador no podría repreguntar. La primera pregunta fue al centro de la cuestión. Reagan la eludió respondiendo cualquier cosa, pero el siguiente periodista, percibiendo la estratagema, pregunto exactamente lo mismo que su antecesor. El presidente volvió a responder con evasivas, pero los siguientes corresponsales repitieron la pregunta inicial, hasta que, finalmente, tuvo que responderla.
A la mayoría de los mandatarios le debe disgustar las conferencias de prensa, pero tienen que darlas porque son un deber público, no una decisión personal. En Sudamérica, los únicos presidentes que convirtieron ese deber en una decisión propia, son Hugo Chávez y Cristina Fernández. El exuberante líder caribeño las reemplaza por kilométricos discursos ante simpatizantes o legisladores. Batiendo su propio récord, acaba de hablar casi diez horas en el Congreso. No obstante, le falta superar a Fidel Castro, quien en 1968 dio un discurso de doce horas.
Solamente sintiéndose dueño de la política de un país, se puede caer en semejante desmesura, colmando además el monólogo de anécdotas, bromas y referencias personales.
El caso argentino es diferente, aunque tiene puntos en común. Igual que su par venezolano, Cristina Fernández no da conferencias de prensa, pero lo que las reemplaza es un acto más original y novedoso: habla ante una audiencia de funcionarios y allegados políticos que inexorablemente ríen de sus bromas y aplauden sus ocurrencias y definiciones. Es un público que se muestra embelesado ante lo que se supone un despliegue de sabiduría y esclarecimiento, planteado en un discurso autorreferencial improvisado con buen humor. El recurso de la ironía filosa y la inteligencia sarcástica, le confiere un aire de stand up, ese género norteamericano en el cual un comediante, actuando solo y de pie sobre el escenario, discurre sobre la cotidianeidad con un humor inteligente y ácido.
La diferencia con el género norteamericano que tiene a Jerry Seinfeld como máximo exponente, es que el comediante no tiene asegurada la aprobación del público; en cambio los espectadores de la presidenta argentina reirán y aplaudirán como la claque de la TV.
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